Roberto Mata Taller de Fotografia

desde 1993

Museo de la Fundación John Boulton

Visita al Museo Boulton (o cuando medité en el destino de mis cosas)

08 de junio de 2010
Historias que Laten
Joaquín Pereira
@kinjote
3000 caracteres con espacios

Sí, fue culpa de esa recepcionista amargada que me dijo “La reunión es a las 11:00 am, ahora no puede pasar” lo que hizo que diera una vuelta alrededor de la Torre de la Prensa. El Panteón Nacional seguía allí, a un lado, resguardando los huesos de personajes ilustres del país desde que Antonio Guzmán Blanco decidió que se usara para tal fin el 27 de marzo de 1874.

Las nubes oscuras que se veían a los lejos ocultando El Ávila eran un mal presagio, pero más valió mi claustrofobia. Caminé hacia la Biblioteca Nacional y al ver que la oficina de Fotografía no tenía ninguna exposición enfilé mis pasos hacia el Archivo General de la Nación. El Ministerio de la Cultura - aún sin sede propia - ocupa algunas oficinas de este espacio destinado a guardar la memoria de los venezolanos. Un grupo de ex trabajadores molestos protestaban en las puertas exigiendo su reenganche.

Todo pasó muy rápido, tras unas primeras gotas aisladas se desató un aguacero como no había visto en meses. Corrí hacia una puerta abierta coronada con el número 3 y me sorprendió observar un nombre que no esperaba encontrar entre tanto espacio ganado - o tomado- por la llamada revolución. La casona a la que había entrado, y que alguna vez seguramente fue usada para hacer la vida: comer, bañarse, hacer el amor… ahora era usada por el Museo de la Fundación John Boulton.

En el zaguán de entrada dos cuadros franqueaban el paso: en una pared Boulton firme y trajeado de gala apoya una mano sobre libros y papeles, mientras que frente a él un oleo le intenta regalar un paisaje que alivie un poco su monótona vida transformada en pintura.

Luego de empujar unas modernas puertas de vidrio se observa el centro de la casona donde alguna vez habría plantas que se enseñorearían al sol del mediodía y se bañarían con la lluvia algunas tardes. Hoy sólo hay piedras y un busto que te sitúan en el tiempo actual, te recuerdan que aún no formas parte del museo.

En la primera sala a la derecha - por obra y gracia de algún curador- un manojo de sillas parece flotar frente a una pared tornada en carta por una serie de palabras pintadas. ¿Cuándo las sillas de mi casa flotarán como éstas? ¿Cuándo dejaran de servir para sentarse y se convertirán en objetos decorativos? ¿O es que aspiro mucho y quizás terminen rotas en algún botadero de basura estorbándole el paso a algún pichachero? ¿Mis sillas irán al cielo o al infierno?

Una colección de platos me recuerdan la manía que tiene mi madre de conservar en cajones las bajillas que nunca usará. En otro cuarto monedas y documentos de deudas descansan por fin de las ambiciones y esperanzas de quienes los usaron.

Tras un vidrio reposa un catalejo – ya no hay mares que lo maravillen-, le tomo una foto y luego me quedo mirando mi cámara como quien ha sufrido un déjà vu. Una estatua de una diosa griega sosteniendo cansada una lira parece burlarse de mí.

Salgo del recinto sin esperar que escampe, la lluvia empapándome me recuerda que sigo vivo y que soy más importante que mis cosas.

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